Capítulo VI

Solo se ve un punto luminoso, a una distancia de medio kertse. Es la lámpara del moribundo, del muerto tal vez. Es, sin duda, la casa del hornero. La abuela la ha señalado con el dedo. No hay error posible.

En medio de los silbadores Frritts, de los crepitantes Flaccs, del ruido sordo y confuso de la tormenta, el doctor Trifulgas avanza a pasos apresurados.

A medida que avanza la casa se dibuja mejor, aislada como está en medio de la landa.

Es singular la semejanza que tiene con la del doctor, con el Seis-Cuatro de Luktrop. La misma disposición de ventanas en la fachada, la misma puertecilla centrada.

El doctor Trifulgas se apresura tanto como se lo permite la ráfaga. La puerta está entreabierta; no hay más que empujarla. La empuja, entra, y el viento la cierra brutalmente tras él. El perro Hurzof, fuera, aúlla, callándose por intervalos, como los chantres entre los versículos de un salmo de las Cuarenta Horas.

¡Es extraño! Diríase que el doctor ha vuelto a su propia casa. Sin embargo, no se ha extraviado. No ha dado un rodeo que le haya conducido al punto de partida. Se halla sin lugar a dudas en Val Karniu, no en Luktrop. No obstante, el mismo corredor bajo y abovedado, la misma escalera de caracol de madera, gastada por el roce de las manos.

Sube, llega a la puerta de la habitación de arriba. Por debajo se filtra una débil claridad, como en el Seis-Cuatro. ¿Es una alucinación? A la vaga luz reconoce su habitación, el canapé amarillo, a la derecha el cofre de viejo peral, a la izquierda el arca ferrada donde pensaba depositar sus ciento veinte fretzers. Aquí su sillón con orejeras de cuero, allí su mesa de retorcidas patas, y encima, junto a la lámpara que se extingue, su Códex, abierto en la página 197.

-¿Qué me pasa? -murmuró.

¿Qué tiene? ¡Miedo! Sus pupilas están dilatadas, su cuerpo contraído. Un sudor helado enfría su piel, sobre la cual siente correr rápidas horripilaciones.

¡Pero apresúrate! ¡Falta aceite, la lámpara va a extinguirse, el moribundo también!

¡Sí! Allí está el lecho, su lecho de columnas, con su pabellón tan largo como ancho, cerrado por cortinas con dibujos de grandes ramajes. ¿Es posible que aquélla sea la cama de un miserable hornero?

Con mano temblorosa, el doctor Trifulgas agarra las cortinas. Las abre. Mira.

El moribundo, con la cabeza fuera de las ropas, permanece inmóvil, como a punto de dar su último suspiro. El doctor se inclina sobre él...

¡Ah! ¡Qué grito escapa de su garganta, al cual responde, desde fuera, el siniestro aullido de su perro!

¡El moribundo no es el hornero Vort Kartif...! ¡Es el doctor Trifulgas...! Es él mismo, atacado de congestión: ¡el mismo! Una apoplejía cerebral, con brusca acumulación de serosidades en las cavidades del cerebro, con parálisis del cuerpo en el lado opuesto a aquel en que se encuentra la lesión.

¡Si! ¡Es él quien ha venido a buscarle, por quien han pagado ciento veinte fretzers! ¡Él, que por dureza de corazón se negaba a asistir al hornero pobre! ¡Él, el que va a morir!

El doctor Trifulgas está como loco. Se siente perdido. Las consecuencias crecen de minuto en minuto. No sólo todas las funciones de relación se están suprimiendo en él, sino que de un momento a otro van a cesar los movimientos del corazón y de la respiración. Y, a pesar de todo, ¡aun no ha perdido por completo el conocimiento de sí mismo!

¿Que hacer? ¿Disminuir la masa de la sangre mediante una emisión sanguínea? El doctor Trifulgas es hombre muerto si vacila...

Por aquel tiempo aún se sangraba y, como al presente, los médicos curaban de la apoplejía a todos aquellos que no debían morir.

El doctor Trifulgas agarra su bolsa, saca la lanceta y pincha la vena del brazo de su sosia; la sangre no acude a su brazo. Le da enérgicas fricciones en el pecho: el juego del suyo se detiene. Le abrasa los pies con piedras candentes: los suyos se hielan.

Entonces su sosia se incorpora, se agita, lanza un estertor supremo...

Y el doctor Trifulgas, pese a todo cuanto pudo inspirarle la ciencia, se muere entre sus manos.

¡Frritt…! ¡Flacc...!


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