Capítulo IV
¡Fritt...! ¡Flacc...! Y luego: ¡froc...¡froc...! ¡froc...!
A la ráfaga se le han unido esta vez tres aldabonazos, aplicados por una mano más decidida. El doctor dormía. Finalmente se despertó..., ¡pero de qué humor! Al abrir la ventana, el huracán penetró como un saco de metralla.
-Es por el hornero...
-¿Aún ese miserable?
-¡Soy su madre!
-¡Que la madre, la mujer y la hija revienten con él!
-Ha sufrido un ataque...
-¡Pues que se defienda!
-Nos han enviado algún dinero -señaló la vieja-. Un adelanto sobre la venta de la casa de Dontrup, la de la calle Messagliere. ¡Si usted no acude, mi nieta no tendrá padre, mi hija no tendrá esposo y yo no tendré hijo...!
Era a la vez conmovedora y terrible oír la voz de aquella anciana, al pensar que el viento helaba la sangre en sus venas y que la lluvia calaba sus huesos.
-¡Un ataque cuesta doscientos fretzers! - respondió el desalmado Trifulgas.
-¡Sólo tenemos ciento veinte!
-¡Buenas noches!
Y la ventana volvió a cerrarse. Pero, mirándolo bien, ciento veinte fretzers por hora y media de camino, más media hora de visita, hacen sesenta fretzers a la hora, un fretzer por minuto. Poco beneficio, pero tampoco para desdeñar.
En vez de volverse a acostar, el doctor se envolvió en su vestido de lana, se introdujo en sus grandes botas impermeables, se cubrió con su holopanda de bayeta, y con su gorro de piel en la cabeza y sus manoplas en las manos, dejó encendida la lámpara cerca de su Codex, abierto en la página 197, y empujando la puerta del Seis-Cuatro se detuvo en el umbral.
La vieja aún seguía allí, apoyada en su bastón, descarnada por sus ochenta años de miseria.
-¿Los ciento veinte fretzers...?
-¡Aquí están, y que Dios se los devuelva centuplicados!
-¡Dios! ¡El dinero de Dios!, ¿Hay alguien acaso que haya visto de qué color es?
El doctor silbó a Hurzof y, colocándole una linterna en la boca, emprendió el camino hacia el mar.
La vieja le siguió.