Recuerdos de infancia y juventud


¿Recuerdos de infancia y juventud?... ¡Sí! Justamente, corresponde pedirlos a hombres de mi edad. Estos recuerdos son más vivos que los hechos de los que fuimos testigos o autores a partir de la madurez. Pasado el promedio habitual de vida, es grato este retorno a los primeros años. Las imágenes evocadas no se marchitan ni se borran: son fotografías inalterables que el tiempo hace aún más nítidas. Y así se justifica aquella frase tan profunda de un escritor inglés: “La memoria es présbite. Se alarga al envejecer como un tubo de catalejo, y puede distinguir los más lejanos rasgos del pasado”.

¿Recuerdos de este tipo serán interesantes?... No lo sé. Pero quizá los jóvenes lectores del Goalh's Companion de Boston puedan enterarse no sin cierta curiosidad de cómo surgió en mí esta vocación de escribir, con la que prosigo más allá de mi sexta década. De modo que, a pedido del director de la revista, alargo los tubos de mi memoria, giro sobre mí mismo y miro hacia atrás.1

Antes que nada, ¿siempre me gustaron los relatos donde juega libremente la imaginación? Sí, así es, y había en mi familia gran consideración por las artes y las letras, lo cual me dice que el atavismo en gran medida está en mis instintos. Después, está el hecho de que nací en Nantes, donde transcurrió mi infancia. Hijo de padre semiparisiense2 y de madre totalmente bretona3, viví en medio del movimiento marítimo de una gran ciudad comercial, punto de partida y de llegada de muchos viajes de larga distancia. Vuelvo a ver el Loira con sus múltiples brazos unidos por una legua de puentes, sus muelles atestados de carga bajo la sombra de olmos enormes aún no surcados por la doble vía del ferrocarril y de las líneas de tranvías. Algunos barcos están en el muelle formando dos o tres filas. Otros suben o bajan el curso del río. No había barcos de vapor en esta época, o al menos muy pocos; pero sí cantidad de esos veleros cuyo tipo conservaron y perfeccionaron tan bien los norteamericanos con sus clíperes y goletas de tres palos. En aquel tiempo sólo teníamos las pesadas embarcaciones de vela de la marina mercante. ¡Cuántos recuerdos me provocan! ¡Con la imaginación, me subía a sus obenques, me trepaba a sus cofas, me agarraba de la perilla de sus mástiles! ¡Qué ganas tenía de atravesar la plancha vacilante que los unía al muelle y subir a cubierta? ¡Pero con mi timidez de niño no me atrevía! ¿Tímido? ... Sí, era tímido, y sin embargo ya había visto hacer una revolución, derribar un régimen y fundar una nueva realeza, aunque sólo tenía entonces dos años, y todavía oigo los tiros de fusil de 1830 en las calles de la ciudad donde la población luchó contra las tropas reales como en París.

Un día, sin embargo me animé y subí a bordo de un buque de tres palos cuyo cuidador estaba tomándose un trago en un bar de los alrededores. Estoy sobre cubierta... ¡Mi mano toma una driza y la hace deslizar por su polea...! ¡Qué emoción! ¡Las escotillas de la bodega están abiertas...! Me inclino sobre ese abismo... ¡Los fuertes olores que se desprenden donde se mezcla la emanación acre del alquitrán con el perfume de las especias se me suben a la cabeza! Me incorporo, me vuelvo hacia la toldilla, entro... ¡Está llena de olores marinos que le dan una atmósfera como de Océano! ¡Este es el comedor con su mesa para bandazos que no se bandea... en las tranquilas aguas del puerto! ¡Estos son los camarotes con sus tabiques que crujen, donde hubiera querido vivir varios meses, y sus catres angostos y duros donde hubiera querido dormir muchas noches...! ¡Después el camarote del capitán, el “señor después de Dios”...! ¡Mucho más importante personaje para mí que cualquier ministro del rey o lugarteniente general del reino! Salgo, subo a la toldilla y allí me atrevo a imprimir un giro de una cuarta a la rueda del timón... ¡Me parece que el barco se va a alejar del muelle, que se van a soltar las amarras, los mástiles van a cubrirse de velas, y yo, timonel de ocho años4 , voy a llevarlo al mar!

¡El mar...! ¡Ni mi hermano, que fue marino años después, ni yo lo conocíamos todavía! En el verano, nuestra familia se establecía en un campo no lejos de la costa del Loira, en medio de viñedos, praderas y pantanos. Era propiedad de un viejo tío, antiguo armador5. ¡Había ido a Caracas, a Porto-Gabello!6 Lo llamábamos “Tío Prudente” y en recuerdo de él llamé con ese nombre a uno de los personajes de Robur el Conquistador. Caracas quedaba en América, esa América que ya me fascinaba. Y entonces, al no poder navegar por mar, mí hermano y yo lo hacíamos en pleno campo, a través de bosques y praderas. ¡Sin mástil adonde treparnos, nos pasábamos los días en los árboles! Jugábamos a ver quién hacía su refugio más alto. ¡Charlábamos, leíamos, concertábamos proyectos de viaje, mientras las ramas, agitadas por la brisa, daban la ilusión del cabeceo y los bandazos...! iAh, los deliciosos ocios!

En aquella época se viajaba poco y nada. Eran los tiempos de los reverberos, de los trabillas, de las polainas, de la guardia nacional y del ladrillo de estercoladura; ¡Sí! ¡Vi nacer las cerillas fosfóricas, los cuellos y puño de camisa postizos, el papel de carta, las estampillas, el pantalón con pierna libre, el paletó, el clac, las botas, el sistema métrico, los vapores del Loira, llamados “inestallables” porque saltaban algo menos que los otros, los ómnibus, los ferrocarriles, los tranvías, el gas, la electricidad, el telégrafo, el teléfono, el fonógrafo! ¡Soy de la generación comprendida entre dos genios: Stephenson y Edison! ¡Y asisto ahora a los asombrosos descubrimientos a cuya cabeza marcha Norteamérica, con sus hoteles móviles, sus máquinas para rebanadas de pan, sus aceras circulantes, sus diarios de pasta "hojeada" impresos con tinta de chocolate, que primero se leen y después se comen!

No tenía yo diez años cuando mi padre compró una propiedad en el extremo de la ciudad, en Chantenay, ¡qué hermoso nombre! Estaba ubicada sobre una colina que domina el margen izquierdo del Loira. Desde mi pequeña pieza veía correr el río unas dos o tres leguas, entre las praderas que inunda con sus grandes crecientes durante el invierno. Pero en verano le falta agua, y emergen de su lecho bandas de una hermosa arena amarilla, ¡todo un archipiélago de islotes cambiantes! Los barcos siguen penosamente esos angostos canales, aun balizados con pilares negruzcos que todavía veo. jAh, el Loira! Por más que no se lo pueda comparar con el Hudson, el Mississippi o el San Lorenzo, es uno de los grandes ríos de Francia. ¡Seguramente en América sería sólo un humilde arroyo! Pero América no es un Estado, ¡es un continente!

Mientras tanto, al ver pasar tantos barcos me devoraba la necesidad de navegar. Ya conocía los términos marinos, y comprendía las maniobras lo suficiente como para seguirlas en las novelas de Fenimore Cooper, a quien no me canso de releer con admiración. Con el ojo en el lente de un pequeño telescopio miraba los barcos a punto de virar, desplegar los foques y cazar las cangrejas, según el procedimiento de rutina.

Pero mi hermano y yo no habíamos navegado nunca, ¡ni siquiera por río...! Un día sin embargo, por fin sucedió.

En el extremo del puerto había un hombre que alquilaba barcos a un franco por día. Era caro para nuestro bolsillo, y también imprudente, pues aquellos barcos, poco impermeables, hacían agua por los cuatro costados. El primero que usamos tenía un solo mástil, pero el segundo tenía dos, y el tercero tres, como los quechemarines y los lugres de cabotaje. Aprovechamos la bajamar y salimos voltejeando contra el viento del Oeste.

¡Ah, qué escuela! ¡Los golpes de timón en falso, las maniobras fallidas, las escotas mal largadas a propósito, la vergüenza de virar viento en popa, cuando la marejada turbaba la amplia cuenca del Loira frente a nuestra Chantenay! En general salíamos con bajamar y volvíamos con la marea ascendente horas después. Y mientras nuestra embarcación de alquiler avanzaba pesadamente entre las costas, ¡con qué envidia mirábamos los hermosos yates de placer que se deslizaban ligeramente por la superficie del río!

Un día yo estaba solo en una yola mala, sin quilla. A diez leguas río abajo de Chantenay cede una borda y se declara una línea de agua. ¡Imposible cegarla! ¡Voy a naufragar! La yola se va a pique y apenas tengo tiempo de lanzarme a un islote de altos y espesos cañaverales con penachos curvados por el viento.

De todos los libros de mi infancia, el Robinson Suizo era al que yo tenía más cariño, más que a Robinson Crusoe. Sé que la obra de Daniel de Foe tiene más alcance filosófico. Es el hombre librado a sí mismo, el hombre solo ¡el hombre que halla un día la marca de un pie desnudo en la arena! Pero la obra de Wyss7, llena de acontecimientos e incidentes, es más interesante para las cabezas jóvenes. Es la familia, el padre, la madre, los hijos y sus diversas aptitudes. ¡Cuántos años pasé en su isla! ¡Cómo envidié su suerte! De modo que nadie se sorprenderá de que yo haya sentido el impulso irresistible de poner en escena en La isla misteriosa a los Robinsones de la Ciencia, y en Dos años de vacaciones a un pensionado completo de Robinsones.8

Mientras tanto, en mi islote no estaban los héroes de Wyss. En mí se encarnaba el héroe de Daniel Defoe. Ya soñaba con construir una cabaña de leños, con fabricar una línea con una caña y procurarme fuego, como los salvajes, frotando dos pedazos de madera seca. ¿Señales...? ¡No, porque las verían muy pronto y me salvarían antes de lo que quería! Antes que nada, tenía que calmarme el hambre. ¿Cómo? Mis provisiones se habían hundido en el naufragio. ¿Cazar algún ave...? ¡No tenía perro ni fusil!9 ¿Entonces, mariscos? ... ¡No había! Por fin conocía las angustias del abandono, los horrores de la indigencia en una isla desierta, como los habían conocido los Selkirks10 y personajes de los naufragios célebres que no fueron Robinsones imaginarios! ¡Mi estómago clamaba...!

La cosa no duró sino unas horas, y una vez que bajó la marea sólo tuve que cruzar con el agua en los tobillos para llegar a lo que yo llamaba el continente, es decir, el margen derecho del Loira. Y volví tranquilamente a casa, donde me debí contentar con una cena familiar en vez de la comida a la Crusoe con que había soñado, ¡mariscos crudos, un trozo de pecarí y pan hecho con harina de mandioca!

Así fue aquella navegación tan movida, con viento en contra, vía de agua, barco desmantelado, ¡todo lo que podía desear un náufrago de mi edad!

Reprocharon a veces a mis libros que incitaran a los muchachos a abandonar el hogar para correr por el mundo. Lo cual no creo que haya sucedido nunca. ¡Pero si algún chico se lanzara alguna vez a aventuras semejantes, que tome como ejemplo a los héroes de los Viajes extraordinarios, y tendrá la seguridad de llegar a buen puerto!

¡A los doce años, todavía no había visto el mar, el mar verdadero! ¡No! Todavía me embarcaba con el pensamiento en los barcos sardineros, las chalupas de pesca, los bergantines, las goletas, los buques de tres palos e incluso en los barcos de vapor -¡todavía se los llamaba piróscafos!- que iban hasta la desembocadura del Loira.

¡Al fin, un día mi hermano y yo tuvimos permiso para sacar pasaje a bordo del piróscafo número 2!... ¡Qué emoción! ¡Era para perder la cabeza!

Y ya estamos en ruta. Pasamos por Indret11, el gran establecimiento estatal totalmente cubierto de humaredas negras. Dejamos atrás las escalas de derecha e izquierda. ¡Couesron12, Pellerin, Paimboeuf! El piróscafo corta oblicuamente el ancho estuario del río. Pasamos por Saint Nazaire con su embrión de escollera, su vieja iglesia con campanario de pizarra totalmente inclinado y las pocas casas o casuchas que formaban entonces aquel pueblo tan rápidamente transformado en ciudad. Precipitarse fuera del barco, bajar por las rocas tapizadas de fucos para tomar agua de mar en las manos y llevarla a los labios fue para mi hermano y para mí cosa de unos pocos saltos...

-¡Pero no es salada! -dije palideciendo.

-¡Nada salada! -me replica mi hermano.

-¡Nos engañaron! -grité con una voz penetrada por el mayor de los desencantos.

¡Tontos de nosotros! ¡La marea estaba baja, y lo que habíamos tomado del hueco de una roca era sólo agua del Loira! ¡Y cuando la marea creció, el agua estaba todavía más salada que lo que habíamos imaginado!

Y por fin vi el mar, o al menos la vasta bahía que se abre al Océano entre las puntas extremas del río.

Después recorrí el golfo de Gascuña, el Báltico, el mar del Norte, el Mediterráneo. Con una modesta chalupa, después con una balandra, y después con un yate de vapor, hice gran cabotaje de placer. Crucé inclusive el Atlántico Sur en el Great Eastern y pisé los EE.UU. donde -me avergüenza confesarlo ante los norteamericanos- ¡sólo me quedé ocho días! ¡Qué otra cosa podía hacer! ¡Tenía pasaje de ida y vuelta por sólo una semana!

De todos modos, vi Nueva York, viví en el Fifth Avenue Hotel, crucé el East River antes de la construcción del puente de Brooklyn, remonté el Hudson hasta Albany, visité Buffalo y el lago Erie, contemplé las cataratas del Niágara desde lo alto de la Terrapine Tower mientras el arcoiris lunar se dibujaba a través de los vapores de los saltos; por último, más allá de Suspension Bridge, me senté en la orilla canadiense... ¡y después me fui! ¡Y una de las cosas que más lamento es pensar que nunca volveré a ver esa América a la que quiero, y que todo francés debe querer como a una hermana de Francia!

Pero esos no son recuerdos de infancia y juventud, sino de la madurez. Mis jóvenes lectores saben ahora a qué instintos, a qué circunstancias se debe que yo haya escrito esa serie de novelas geográficas. Estaba en París entonces, y vivía rodeado de músicos, entre quienes conservé buenos amigos, y muy poco con mis colegas de las letras que apenas me conocen. Después hice algunos viajes al oeste, al norte y al sur de Europa, mucho menos extraordinarios que los de mis relatos, y me retiré al campo para dar fin a mi tarea.

Esta tarea consiste en pintar toda la tierra, el mundo entero en forma de novela, imaginando aventuras especiales en cada país y creando personajes especiales según los medios en que actúan.

¡Sí! ¡Pero el mundo es muy grande y la vida muy corta!13

¡Para dejar una obra completa habría que vivir mil años!

¡Ah! ¡Quisiera llegar a los cien años, como M. Chevreul!14

Pero, dicho sea entre nosotros, ¡es muy difícil!

Jules Verne


  1. Este texto inédito, desconocido por los exégetas vernianos que conocemos, fue titulado así por el propio Verne. Está integrado por ocho hojas numeradas por el autor. El manuscrito fue adquirido en una venta pública en Londres, en 1931, por la Fundación Martin Bodmer (Biblioteca Bodmeriana), de Cologny-Ginebra.
  2. El abogado Pierre Verne, su padre, había nacido en Provins, pero había hecho sus estudios de derecho en París, antes de radicarse en Nantes.
  3. Sophie Allotte de la Fuye, de una familia de Nantes con no más de dos o tres generaciones bretonas.
  4. Así como habrá Un capitán de quince años.
  5. El tío Prudent Allotte de la Fuye tenía una propiedad en La Guerche-en-Brain.
  6. Por Puerto Cabello, en Venezuela.
  7. Jean Rodolphe Wyss (nacido y muerto en Berna, 1781-1830), conocido sobre todo por su novela El Robinson Suizo.
  8. Esta admiración por el Robinson Suizo llevó a Verne a publicar una continuación de la novela en su vejez: Segunda patria (1900). Así como había dado una terminación “racional” a las Aventuras de Arthur Gordon Pym, de Edgar Poe, con La esfinge de los hielos (1897).
  9. Jules Verne detestaba la caza. Véase en este sentido el encantador y espiritual cuento, Diez horas de caza (1881).
  10. Alexander Selkirk (1676-1721), “náufrago voluntario” inglés que permaneció en la isla Juan Fernández de 1703 a 1709; el relato de sus aventuras inspiró a Daniel Defoe, Robinson Crusoe.
  11. Isla del Loira, a 8 km de Nantes, que alberga las fábricas estatales especializadas en la construcción de máquinas para la Marina.
  12. Antigua ortografía de Couëron.
  13. Esta fórmula parece parafrasear el verso de Baudelaire: L’Art est long et le Temps est court.
  14. Michel-Eugène Chevreul (1786-1889), químico y físico francés, autor especialmente de trabajos sobre la luz y los colores (1860) que tuvieron gran influencia en las teorías del pintor Seurat sobre la división del tono.

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